viernes, 18 de abril de 2014

Las esposas felices se suicidan a las seis

(...) La explicación de que las mujeres sometidas a su condición actual de amas de casa terminen por suicidarse a las seis de la tarde, no es tan misteriosa como podría parecer. Ellas, que en otros tiempos fueron bellas, se habían casado muy jóvenes con hombres emprendedores y capaces que apenas empezaban su carrera. Eran laboriosas, tenaces, leales, y empeñaron lo mejor de ellas mismas en sacar adelante al marido con una mano, mientras que con la otra criaban a los hijos con una devoción que ni ellas mismas apreciaron como un milagro de cada día. "Llevaban", como tantas veces he oído decir a mi madre, "todo el peso de la casa encima". Tal como lo hacían sus abuelas en otras tantas guerra s olvidadas. Sin embargo, aquel heroísmo secreto, por agotador e ingrato que fuera, era para ellas una justificación de sus vidas. Lo fue menos muchos años después, cuando el marido que acabaron de criar logró una posición profesional y empezó a cosechar solo los frutos del esfuerzo común, y lo fue mucho menos cuando los hijos acabaron de crecer y se fueron de la casa. Aquél fue el principio de un gran vacío, que no era todavía irremediable porque dejaba una grieta de alivio en el trabajo más aburrido del mundo: los oficios de la casa, con los cuales las perfectas casadas solitarias sobrellevaban las horas de la mañana. Todavía no comían solas si el marido llamaba en el último momento para decir que no lo esperaran a almorzar: algunas amigas en iguales condiciones estaban ansiosas de acompañarlas. No obstante, después de la siesta estéril, de la peluquería obsesiva, de las novelas de televisión o los telefonemas interminables, sólo quedaba en el porvenir el abismo de las seis de la tarde. A esa hora, o bien se conseguían un amante de entrada por salida, de aquellos que ni siquiera tienen tiempo de quitarse los zapatos, o se tomaban de un golpe todo el frasco de somníferos. Muchas, las que habían sido más dignas, hacían ambas cosas.

El comentario de los amigos sería siempre el mismo: "¡Qué raro!, si tenía todo para ser feliz". Mi impresión personal es que esas esposas felices sólo lo fueron, en realidad, cuando tenían muy poco para serlo.

Gabriel García Márquez