Un golpe de piso, pies descalzos después del último gemido, agitado, arrobador, prodigioso suspiro,
tan fuerte como las manos grandes que sujetaban la cabellera que rosaba suavemente el piso cuando aun dadivosa era, con las gotas que rodaban por la cadera quebradiza y fina que solían ser tomadas por las manos grandes, y el eco de la suave voz que prometía y pretendía fueras suya nada más.
Un respiro manso que no pretendía ser muestra de nada, de nada, más bien consecuencia de la paz y armonía con la que se respondía cada mirada culpable, golpes de pecho culpables, no se de qué, de amar, en recibir y dar en el mismo lugar.
Degeneradas sonrisas que no se regeneraran jamás, de golpes de piso con pies descalzos, de suspiros como si es que nos llevaron el alma, el alma porque se siente vació el cuerpo de tanto amar, de aquellos besos que llenan y que el estomago no agradece jamás.
Un latido fuerte que espasma los músculos y luego los vuelve a soltar, donde terminaban somnolientos los ecos del vigor redundando en vital, los ecos del respiro de la furia de la vida, de la vida regocijada en las sonrisas y en la alegría de la cabellera que aún dadivosa caía.
Estrellas de pecho, de hombro, de espalda, descubiertas de día aunque la luz estuviese apagada. Doradas, marrones, manchadas. Golpes de pisos con pies descalzos, golpes de pechos de culpa yo no se cual, golpes del alma, mi vida, de tu alma.